La película de la que quiero hablaros no narra una historia explicitamente homosexual, y para la mayoría ni siquiera lo será implicitamente; pero la historia forma parte de mi educación sentimental y como obra, sutil y compleja, propone diversas líneas de reflexión, como capas de una cebolla, que cada espectador toma y hace suyas.
Adiós muchachos (Au Revoir, Les Enfants – 1987), dirigida, escrita y producida por Louis Malle, multipremiada y elogiada por la crítica, narra una historia triste, casi arquetípica, de buenos y malos, de inocencias interrumpidas y descubrimientos ingratos. Una historia donde los héroes y los villanos adolecen de la mediocridad propia de la realidad. No hay superhombres, solo seres humanos más o menos equivocados.
Malle, heteruzo de pro, que se pasó por la piedra a las mejores hembras de su época, confesó que la historia era autobiográfica. Lo que sin duda eliminaría cualquier duda sobre la orientación sexual de la pareja protagonista; pero el cine, como la literatura, no es del que lo escribe o filma, sino del que lo disfruta.
La historia gira entorno a Julien Quentin (Gerard Manesse), un muchacho católico, de 13 años, hijo de padres parisinos acomodados, y Jean Bonnet/Jean Kippeinstein (Raphael Fejtö), hijo de padres judíos, separado de la familia y oculto en el internado del colegio de los Padres Carmelitas en Fontainebleau, durante la ocupación Alemana.
Es una historia de miradas, de guiños, de generosidad y lealtad; pero también de traición y odio. Los dos protagonistas son el hilo conductor de la historia, que en el fondo es una historia de amistad y lealtad, de amor, asexuado, amor con mayúsculas. Es una historia de fascinación y admiración con alta tensión emotiva.
Alrededor de los dos niños se desarrolla la tragedia de la injusticia humana, y la primera victima de ésta es la inocencia de los más jóvenes, que recién comienzan a entender en que mundo viven. El paso de la niñez a la adolescencia es siempre traumático; pero para los dos protagonistas lo será por partida doble.
Nunca olvidaré algunas escenas de ésta película, como las miradas que ambos se dedican, los secretos compartidos, la lectura con nocturnidad y alevosía de los pasajes más picantes de «Las mil y una noches», cuando juegan a la guerra en el patio, metáfora de esa otra guerra que marcará el destino de todos y, sobretodo, la sobrecogedora escena final, cuyo sólo recuerdo me emociona.
No, no es la menopausia. Tan sólo buen cine.
Este post va dedicado a Carlos.
En Ambiente G | Cine
Merci Ego, ya la estoy buscando que pinta muy bien 😉 Un beso!
Joer eg0, me ha encantado como la has descrito.
Se nota que es una pelicula muy personal y que te tocó muy dentro. Me encanta ver que alguien vea buen cine y sepa sacarle ese matíz personal y hacer la pelicula suya. Es algo que me emociona!
Me han entrado unas ganas irrefrenables de ver la peli!!!
Ya te contaré que me ha parecido 🙂