La Segunda República española se adelantó a Steven Spielberg con una ley ideada para capturar a los criminales antes de que estos cometieran delito, algo así como el Pre-Crime de ‘Minority Report’ pero de veras. Conocida popularmente como ‘La Gandula’, la ‘Ley de vagos y maleantes’ contó con la aprobación de todos los partidos. Luego, con la dictadura nacionalcatolicista del Generalísimo de mano de hierro y voz de jilguero, se recrudeció y el desgraciado tirano decidió incluir como precriminales a los homosexuales.
A voleo en ocasiones, tras redadas en salas de fiesta y salones de recreo, entre otras, a los maricas se les llevaba a la trena o eran recluidos incluso en manicomios. Cuando la Iglesia reina, ya se sabe, no se le da respiro al perdón ni la misericordia. Jarabe de palo con el Antiguo Testamento en la mano y torturas redentoras, reflejo de un pasado glorioso del poder católico en Europa, cuando se asaba a fuego lento, en las plazas públicas, a físicos, eruditos y comadronas.
El terror sella para siempre las agallas de muchos arrojados. De los gays de entonces, la mayoría de ellos se escondieron tras un cómodo disfraz. Otros muchos, sin embargo, se negaron a entregar lo mejor de ellos mismos, su identidad.
Habían no pocas familias en que uno de los hijos, mínimo, se metía a cura, y eso era una honra. Además de una honra era una bendición, porque ser cura era tanto o más beneficioso, a cualquier efecto, que ser alcalde. Manutención, casa parroquial como vivienda, invitado de honor en cenas de clase media alta, viajes y homenajes de postín. Vaya un seguro de vida. No sucedió siempre, pero en muchos casos, el hijo cura fue el más discreto destino del hijo marica.
Otros decidieron contraer matrimonio con una señora y soportarlo como mal menor. Los tiempos no estaban para salir a la calle en masa. Muchos gays dejaron de serlo por postulado con mediación divina. En una sociedad patriarcal, al pater familias no se le cuestionaba ninguna cosa, y la sola sospecha de ‘inversión’ era sencillamente inaudita, aunque se le escapase un ojo, a veces con insistente descaro, al culo prieto del hijo adolescente de los mejores amigos de la pareja. La tortura en secreto del señor casado es algo con lo que hoy muchos siguen cargando, entrados ya en una etapa en la que la vuelta atrás es un sueño dolorosamente imposible.
Hay quien se quedó en tierra de nadie. Ni desarmarizados, ni casados (con una señora o con el sacerdocio), pero tampoco de mano demostrativa. Son aquellos hermanos solteros de seis, siete o quince, que por acumulación de trabajo y estudios, por no haber encontrado una chica decente o por madreros, acabaron siendo destinatarios de los cuidados de la mamá en Otoño. El marica en tierra de nadie pasó a ser el consejero de la familia, el hermano ideal, el tío generoso con los caprichos de los sobrinos, el manitas en su casa y en casa de sus hermanas.
Sin embargo hubo un modelo de gay que se negó en redondo a negarse. Como en todo pueblo, un tonto, en todo barrio hubo un mariquita. El marica de barrio tenía una floristería, o una boutique de caballeros o hacía remiendos para trajes. Su presencia era notable e imprescindible. Coqueto, desenfadado y tierno, sincero pero compasivo, vanguardista en una época en que tal cosa no había. De verbo y gesto incontenible, marifero y en ocasiones transformista y más frecuentemente asiduo a salas de espectáculo, el mariquita movía su muñeca al hablar con nervio desatado. Organizaba rifas, pero también descargaba camiones.
De voz hombruna y eses arrastradas, el mariquita (o ‘violeta’ ) fue un revolucionario en una España temerosa de Dios y adoradora de la sombra de un gallego bajito que prometió Gloria en las Alturas a cambio de obediencia ciega a su canija figura.
Hace poco, en un reciente regreso al pasado, por circunstancias, visité una residencia de ancianos. Entre las caras de los abuelos, distinguí una que ya daba por completamente perdida. Fue inevitable hacerlo. Su portador llamaba la atención. En la hora del recreo, aquel señor de dedos menudos, ojos vivos y, según me dijo más tarde una enfermera del hogar, 94 primaveras, en el centro del salón del recreo, cantaba ‘Cocinero, cocinero’ con estilazo de veterano en escalas en Hi-Fi. Florentino, nunca había olvidado su nombre porque siempre relacioné ese nombre con esa cara, me deseaba siempre un buen día de cole cada mañana al salir de casa. Yo, tímido, me limitaba a sonreir mientras él entraba en su local de costurería del portal de enfrente. Para todos, Florentino tenía las palabras adecuadas porque siempre obtenía como respuesta, como mínimo, una sonrisa.
Florentino, de algún modo, había logrado levantar su pequeño negocio con apenas la ayuda de una asistente temporal, todo un mérito para alquien que a duras penas, desde que recuerdo, podía mover su brazo izquierdo. Años después de la dictadura supe, que fue encarcelado después de haber sido ingresado en prisión y sometido a una paliza que le inutilizó casi completamente su extremidad siniestra de por vida. Pasó en prisión tres años. Al salir, se negó a seguir los dictados del juez. Jamás dejó de ser mariquita.
El mariquita de barrio fue no sólo el vecino extravagante. Fue en muchas ocasiones la alegría del mismo, el que llevaba la iniciativa, el que se remangaba si hacía falta, para exigir, con los huevos bien puestos, justicia. En medio de los grises brillaba el mariquita.
Hoy, que somos multitud, vamos de la mano por la calle, dirigimos bancos, trabajamos en la Audiencia Nacional y revivimos barrios enteros haciéndolos nuestros y que somos miembros de una enorme Comunidad Internacional que lidera y protagoniza el mayor movimiento internacional por los Derechos Civiles de los ciudadanos en los últimos cuarenta años, sería bueno recordar a los que comenzaron a construir nuestro presente, desde los campos de trabajo, cárceles y manicomios, hasta los asilos, donde los mayores entre ellos siguen haciendo campaña como una forma de Integración que no debería dejar a ninguno de nosotros ni desagradecido ni indiferente.
Un buen artículo, sí señor. He leído que a los homosexuales presos los solían separar según su rol sexual, no recuerdo bien donde pero los activos iban a Huelva o Badajoz y los pasivos ¡qué vergüenza! al otro sitio, donde eran peor tratados aún. Además, para los que no tenían pluma bastaba la denuncia de una «persona decente» como ocurrió en un caso (creo que en Barcelona) donde una monja denunció a un chaval de 17 años que poco después sufrió unas cuantas descargas eléctricas y no porque se enamorase de algún compañero de celda. Por estas cosas entiendo aún comportamientos de hoy en día, como el de mi abuelo católico que a veces cuenta como castigaron a dos compañeros suyos en la mili por hacer sus guardias juntos y revueltos.
Y es que hasta 1978 estuvo vigente la ley da vagos, maleantes y homosexuales de esa persona a la que describes tan bien, pero siento desprecio por la gente que ha nacido después de ese año y ha dejado arraigar en sus ideas ese odio ya casi arcaico y rancio.
Yo he sido uno de esos que ha llamado maricón al niño con pluma en el colegio, que ha criticado (con o sin razón) a la mari-fashion de turno que conoces en un botellón, sin ver que gente como ellos, en esa época tan diferente, son los que me han librado de ser el perfecto tito soltero de mis futuros sobrin@s o el marido atormentado de una mujer agradable.
Esos mariquitas de pueblo, barrio o del centro de grandes urbes fueron el germen de una revolución que alcanzó un punto máximo en los 80, de donde creo que ha surgido una mentalidad hacia la homosexualidad muy favorable gracias a figuras del día a día y personas muy conocidas.
Eso de seprar a los presos por actitud sexual suena a trola de las gordas XD
Es cierto a los homosexuales los separaban segun su rol sexual!
Es verdad, lo he leído en un ensayo sobre la ley y en algunos artículos. La finalidad supongo que es para que no tuviesen sexo.
Y hoy en día se lo agradecemos intentado prohibir a los gais mas «llamativos» de las celebraciones del orgullo, que esta muy bien que dieran la cara por los que vendríamos después, pero parece que ahora toca eso de gais pero iguales que el resto, no sea que molestemos…
¡Un articulo genial!, esa ley estuvo hasta hace bien poco, y aunque ahora no exista el trato de burla sigue existiendo.
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Hay un par de expresiones puntuales con las que no estoy muy deacuerdo, peeero, en general men encanta el artículo. Muy bonito, muy emotivo. No puedo evitarlo, los abueletes me enternecen y me parece TAN injusto que hayan perdido una parte de su vida y ahora sólo puedan mirar a las nuevas generaciones que tienen lo que ellos jamás tendrán…
Aunque Dan, seguimos siendo un poco crueles para con esa gente. Lo digo pensando por ejemplo en Carmen de Mairena, que después de treinta detenciones por ser homosexual terminó poniéndose los morros y convirtiéndose en la pantomima de la que se rió medio país, pero estoy seguro de que hay muchos ejemplos más que poner. No sólo es que no seamos justos ocultando su recuerdo, sino que somos aún más injustos haciendo mofa de sus defectos y olvidándonos de que, en tiempos bien difíciles, tuvieron las agallas de proclarmar al mundo su realidad.
bravo por el articulo! me movió el orgullo y me hizo recordar que yo no estoy mal por querer amar y ser amado sin tener que ocultarme tras el disfraz de heterosexual o «amigo soltero que no encuentra una mujer a su altura». Cada quien decide como llevar este «asunto» y si he de llevarlo, lo llevo con orgullo 🙂
Muy bueno el articulo… debemos recordar a los que abrieron puertas para nosotros y seguir el camino que ellos empezaron, porque hoy en día aunque todo pinte un poco más optimista todavía queda mucho por recorrer y tendremos que poner todos un granito de arena para ello, gracias por recordarnoslo.