Muchos niños cuando sienten miedo se esconden bajo su cama, se meten dentro del armario o se cubren hasta las orejas con las sábanas.
Cuando un niño se enfada o se siente incomprendido, se resguarda en su refugio particular.
Cuando un niño tiene un tesoro, algo de valor incalculable para él, lo guarda en su caja de cartón, en el fondo del armario o bajo la almohada.
Del mismo modo, y aunque no me guste la expresión, nos vemos obligados a refugiarnos en nuestro armario.
Crecemos en la soledad de nuestros sentimientos, en la penumbra de una verdad tan real que asusta y debe ser ocultada para que los demás la ignoren.
Crecemos con un secreto escrito en nuestra frente, señalado por lo muchos por ser nosotros mismos.Aprendemos a vivir como dos personas, con dos vidas. La verdadera y la maquillada.
Caminamos por la vida con nuestro armario a cuestas para poder trabajar, para poder tener “amigos”. Llevamos nuestro armario para no tener que dar explicaciones, para hacer oídos sordos, para poder conseguir aquello que queremos y a un gay no se las darían.
El armario, lleno de disfraces y herramientas, es nuestro. Es parte de nosotros, pues lo hemos creado, y sin embargo desearíamos no tener que usarlo.
Cada mentira que metemos dentro del armario hace que éste sea más pesado, que esté más desordenado. Por ello, aprendemos a tener una sola mentira y de esta forma nuestra vida maquillada se complementa con una novia, un piso compartido con una amigo, al piso le ponemos dos habitaciones aunque sólo tenga una…
Es duro de reconocer, pero todavía es necesario el armario. Envidiados sean los que hayan conseguido deshacerse de él para siempre. Incluso para sus familiares lejanos, para sus amigos de la infancia, para su jefe, para sus compañeros de gimnasio…
Ojala llegue el día en el que todos y todas podamos hacer una gran hoguera, y es más, ojala llegue el día en el que nuestros hijos y sus amigos, y sus familias, no usen armarios sino bastidores.