Durante un tiempo estuve yendo a una peluquería de bajo costo pero excelente trato. La propietaria, Fayna, años atrás se había reasignado en Brasil, y era pareja de Alexander, un tipo bajito de unos 15 años menos y media melena coronada con mechones rubios que cortaba el pelo de pena y mejor huías de él si querías un tinte porque aplicaba el color a brochazo descuidado sin importarle demasiado si luego quedaba mancha hasta la ceja. Pipo era un ecuatoriano de media edad de labios enormes, pelo pincho y metro cincuentaycinco que dedicaba una sonrisa y convidaba a Coca Cola o descafeinado a todo aquel por el que se le fuesen los ojos. Habían además dos señoras de media edad, tímidas y afectuosas, una de ellas envuelta en perenne drama por culpa de un vividor por esposo, y otra en sus cuarentaymedios, madre de dos hijas y abuela de tres nietos de alma noble y voz eztraordinariamente dulce.
Y estaba Viny. Desgarbada, alta, ágil, delgada, de pelo ondulado recogido siempre con coquetería en una coleta a la altura del cuello. Viny era de piel tostada y suaves facciones, pechos discretos, manos largas y hermosas como las de un pianista, hombros ligeramente anchos y andares de gacela inconsciente de su natural elegancia. Viny era mujer preciosa a la que cargaban sólo dos frustraciones aparentes. Tener voz y culo de chico. Viny había nacido como Vicente hacía 28 años en Managua y desde que tuvo uso de razón sus sueños fueron ser estilista, marchar a Estados Unidos, y vivir como mujer.
Ella fue quien primero me atendió y ya fue la única que lo hizo hasta que emigró a otra ciudad. Y en el año y pico que me amansó acariciándome la cabeza a golpe de meceo y enjuague, conocí la historia de aquella chica sin pretensiones que sabía que en un año sería físicamente del todo mujer y que sobre un pasado que para otros habría sido una espantosa pesadilla, ella construyó un camino a Oz, dejando en cada estación a gente que ya no dejó de quererla nunca. Entre las historias que me contó, una me hizo muchísima gracia. Con una ingenuidad enternecedora, Viny me narró con detalle cómo su padre la envió a Cuba para hacerse un hombre en las milicias, y acabó enamorando a la tropa.
Como le pasaba al padre de El Golosina, Viny, a su padre, le tenía muy quemado porque no le gustaba que fuera amanerado, pero aunque no imitaba a Lola Flores, porque Viny nunca quiso meterse en más piel que la suya propia, le sacaba igual los colores. Un hijo marica para un campesino debía ser peor que veinte años de cosecha podrida. En los años en que Nicaragua y Cuba no tenían con la homosexualidad el trato considerado del que hoy presumen, habían acuerdos entre ambos países, para que ciudadanos de un lado y otro pudieran hacer el servicio militar en la isla o en el continente. A Viny, después de tres meses de cargar el cetme cerca de casa, lo enviaron a Cuba dos años para que se hiciese un hombre. Qué manía tienen los idiotas de querer enderezar los meandros del río.
Sin ninguna gana, Viny, cumpliendo con las obligaciones patrias, llegó a Cuba. Y lejos de los objetivos soñados por su padre y por la cúpula militar remacha del cuartel en que aprendió a poner la bala donde ponía el ojo, Viny hizo el cuartel suyo. A disgusto pero suyo. Para asombro de los amigos de lo previsible, Viny pasó de ser el marica evidente del pelotón, a mascota oficial, socorrido peluquero y trovador adorado por fanáticos de la tropa.
Frente al rancho, sus pasteles de papa dulce, frente al toque de corneta, su relajada voz cantando a Violeta Parra, Viny fue haciendo que recluta por recluta, soldados mayores y hasta algún sargento fueran haciéndose devotos del soldado que quería ser soldada.
De los cuantos que mencionó, me habló con especial cariño de un afrocubano de voz melosa que respondía al nombre de Augusto, de cuello ancho y labios tallados a golpe de gubia, manos espesas en venas y hermosos ojos castaños grandes como dos sabrosas almendras de la mejor cosecha y nariz recta acabada en un suave curva, que le acompasaba con su sabiduría de ilustrado de barrio en las noches de guardia. Con cada gesto de la mano, se llenaba la nariz de Viny del acariciándote aroma a piel morena de su compañero de garita. También me habló de un soldado de primera, de andar elegante, pulcritud tranquila, y rasgos delicados que escondía su amor por el de dos literas más allá: Un recluta no tan alto de estrechos ojos verdes envueltos en párpados oscurecidos y con un juego doble de cicatrices, una de la oreja hasta casi llegar al labio y otra horizontal, remarcando la misma cima de su pómulo izquierdo.
Un día, una cubana zalamera llegó en domingo y se abalanzó a los brazos de Augusto. Con una sonrisa ligeramente amarga y un discreto chasquido de lengua, Viny aceptó con pruebas lo que ya sabía. El afecto de Augusto hacia él era el de un camarada desprejuiciado hacia el tipo más excepcional de aquella camada de boinas con escaso afán de rebeldía.
Algunos días más tarde, Viny trampeó con una de las encargadas del catering, y a cambio de algo en trueque beneficioso para aquella, Viny se hizo con una falda y una blusa, y al llamar el sargento a formación, todos los reclutas salieron perfectamente uniformados salvo Viny que, muy rezagado, se fue acercándo desde el hangar con un taconeo femenino pero claramente escandadoloso. Por fin, la silueta de una mujer de graciosa figura sacó los ojos de las órbitas de algunos y arrancó las carcajadas de otros antes de la llamada al orden del sargento. Viny, vestido de mujer, había decidido que se había aburrido y se iba.
A los dos días, mi dulce peluquera fue puesta de patitas en la calle, y volvió a Venezuela más señora que nunca para disgusto de su padre. En su despedida, sus compañeros se despidieron aplaudiendo el ingenioso uso de sus armas de mujer. No hubo ni uno, me dijo, que no se despidiese de él de buena gana. Y más de uno, incluyendo a Augusto con los ojos irritados por la acidez de las lágrimas.
Viny me demostró con aquel cuento cartelario y con pequeñas anécdotas que me iba contando de la silla de cortar al lavabo y entre cruce en el aire de peine y tijera, sin pretensiones ni mascaradas, y desde luego, sin el menor asomo de amargura, que si queremos, cambiamos antes al Mundo de lo que este tarda en oficializar esos cambios. Ojalá su delicioso ejemplo fuera norma. A otro paso marcharíamos.
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Una historia genial y tremendamente bien contada como siempre Dan.
un beso enorme ^^
Que recuerdos me traen esas imagenes!…Todos hemos tenido un compañero sentimental en la mili?.
«Yo no te pido la luna tan sólo te pido el momento». Y él me lo dió.
Saludos.
Lo memorable de esta mujer es que se quedara con lo bueno, porque imagino que no todo fueron rosas en su vida. Derrocha optimismo y alegria, ¡bien por ella!