A un paso de la semana en que habrías cumplido cuarenta, me recuerdas que recuerdo que prefiero a mi amante perdido en sus propios pensamientos, ronroneando en la cama recién despierto, vulnerable cuando sabe que no lo observo, trasteando en la cocina o perdido en el vago desconcierto de sus pensamientos.
Lo prefiero titubeante, inseguro de sus propio encantos, mirándome de reojo cuando menos lo espero, preguntándome en esos ratos de silencio no pactado si le sigo amando como hace un instante, si estaré a su lado para siempre. Cuando habla por teléfono y me acaricia los dedos, sin querer desconectarse de mí, contándonos a ambos que esa conversación no va primero. Cuando recién adormilado sobre mi pecho, con el televisor diciendo no sé qué de fondo, acurrucas tu cara sobre mí y vibra tu párpado cerrado y frunces ligeramente los labios y acaricio suavemente tu antebrazo con el pulgar y sostengo un beso sobre tu pelo.
Me recuerdas entonces que prefiero a mi amante así, pegado a la tierra, sin aspavientos de vendedor de encantos. Sin aliños. Desaliñado.