Mucho antes de que la necesidad nos haya llevado a un afán por «lo verde» o de que ser apóstol del ecologismo haya sido sinónimo de modernidad y bien común, o de que empresarios multimillonarios de todos los rincones del planeta se hayan puesto a invertir en la medida de lo posible en retrasar o suavizar el contraataque de la Tierra a los abusos del Hombre, hubo un español que, movido por su profundo amor por la Naturaleza, entendió que la única forma de que sobreviviésemos a nuestra propia estupidez era y es la perfecta comunión con lo que nos rodea.
César Manrique dejó atrás la sed que arrastra a muchísimos artistas de pasearse por el mundo como sacrosantos apóstoles del exhibicionismo creativo. Consciente de su razón de ser, decidió antes que generar una ingente producción pictórica o escultórica con la que sin duda se habría convertido en un artista imprescindible y popular en las galerías de Arte del siglo XX, consagrar su vida entera a responsabilizarse personalmente de que el fabuloso fenómeno natural donde nació, Lanzarote, no sólo no acabase devorado por el afán especulativo del urbanismo y el turismo que con los años ha terminado por degenerar el paisaje costero de las Islas Canarias, sino que quiso demostrar, demostró, y su legado sigue demostrando, que cuando el progreso se alía con el entorno, tenemos las de ganar, y que cuando nos empecinamos en ir en su contra, el progreso y el hombre, van abocados a su merecida desaparición.