El sexo es una actividad bastante escandalosa. Pero «escandalosa» no en el sentido que el «meapilismo» proclama. Me refiero más bien a lo ruidoso que puede llegar a ser. Creo con seguridad, y lo he dicho en este blog más de una vez, que el sexo es el único placer que puede ser disfrutado al mismo tiempo con los cinco sentidos: Cuando nos perdemos entre las sábanas, o en el sofá, o en la silla de la cocina, o en las escaleras del primer al segundo piso o donde sea, con quien sea, nuestros sentidos están de fiesta intensa y muy sentida, valga la redundancia.
El sexo está trufado de olores. Los que desprenden nuestras pieles. A hombre, a mujer, a pasión, a necesidad de más. Se huele a boca ansiosa, se huele a pene o a vagina, a fluido, a esperma. Del tacto no os cuento nada porque el sexo es puro y hermosísimo contacto físico en toda su dimensión. Al igual que estamos bañados en olores, también lo estamos de intensos sabores que se multiplican y se mezclan en un cóctel infinito cuando disfrutamos del otro. Y disfrutamos hasta el éxtasis, los ojos de quien nos mira muy, muy de cerca, mientras besamos con intensidad, con inmensa ternura, una ternura precipitada. Y gozamos de la forma y la textura del miembro pleno de sangre, de la vulva golosa, del pezón turgente, de los labios clamando más besos, de las nalgas prietas, hambrientas, dispuestas a recibir su precioso tesoro.
Pero en el sexo el oído también es fundamental. Como digo, aquí el ruido es una constante. El de los cuerpos deslizándose entre ellos, el de la lubricante melodía de los besos, la explosión de fluidos y las palabras, porque incluso cuando no nos damos cuenta, cuando estamos ahí, en la lucha cuerpo a cuerpo, no podemos evitar hablar… pero de qué forma.