Decía un viejo amigo de errática biografía, que antes de salir de la cuna, se vive de miedo. Duermes lo que te da la gana, calentito, envuelto en patucos y ositos estampados. Cuando algo va mal, lloras, y enseguida te adivinan si tienes hambre, o frío, o te has cagado encima. Que esa es otra. Tienes ganas de hacer pipí o popó y te lo haces con toda la ropa puesta y te quedas tan ancho. Agobiado pero ancho. Y entonces, no sólo no hay mosqueo, sino que te ríen la gracia, te dicen que qué rico, que se van a comer eso en un bocadillo, te limpian con pañitos calientes, pomadita y polvos talco y te plantan dos besos y a gatear o lo que se tercie. Se come gratis, no hay que preocuparse por los horarios (te levantas enmedio de la noche si te complace), y eres literalmente el dueño de la casa. Cosas de ser bebé.
Yo secundo a mi amigo, aunque lo de hacérselo encima es más incontinencia que otra cosa, con todos sus peros, y lo de llorar para que se enteren qué te pasa cuando estás mal es como coñazo, porque en realidad lo haces así porque no conoces otro modo de hacerte entender. En fin, que todas las edades tienen un pero. El que se destetó añora ser bebé, el cuarentón, adolescente, y el adolescente quiere pasar de la etapa de estudiante y el acné interminable a dejar de soportar la dictadura de mayores que él. Somos incompetentes en esto de respetar nuestra edad, toque la que toque.
Lo que no sólo yo echo verdaderamente de menos de mi etapa de bebé, es la caricia. La caricia constante.
Un ex amante, que podría pasar perfectamente por mi hijo, aunque él me decía que si hiciera con su padre lo que hace conmigo, iría de cabeza al Infierno, me decía que lo que le gustaba más de mí era la caricia, el abrazo, el masajito del cuello al culo, recorriendo con afecto y afán de protección su espalda.
Cuando somos pequeños, somos tocados constantemente. Nos cubren con abrazos, sostienen nuestras caritas al mirarnos, al querer llamar nuestra atención, al besarnos en la cara, en la nariz, en los ojos. Nos acarician la cabeza, nos toman las manos y los pies y nos hacen masajitos en la barriga y resoplan en ella, como infalible forma universal de hacernos soltar la más hermosa carcajada.
Sin embargo, no recordamos en qué momento, dejamos de ser tan pequeños, y como el tiempo vuela, se nos hace que de la noche a la mañana, pasamos de gozar de esas constantes muestras de afecto a quedarnos desamparados intentando mil cosas para hacernos acreedores de besos y caricias furtivas llegadas de aquí y de allá.
Mostrarnos afecto es fundamental. No hablo del constante sobeo, hablo de abrazo suave, de la caricia en la espalda, del toque en la mejilla, incluso del guiño, en el trato social diario, del pellizco suave en el costado, del beso sonoro en la mejilla, del golpito en el culo. Eso en cuanto al trato diario, cordial incluso entre amigos, colegas. Pero hablo, sobre todo aquí, del increíble poder de la caricia protectora, seductora, reveladora pura de cariño, en la cama, en el sofá, compartiendo pizza y peli con nuestra pareja, en la calle, en la tienda mientras discutes colores y cuellos, en el cine, por supuesto, en la cola del supermercado mientras desesperas algo menos porque la señora de tres puestos por delante no sabe cómo pasar la tarjeta de débito por la ranura tras haber estado treinta desesperantes segundos intentando sacarla de algún lugar de su imposiblemente tupida cartera.
El besito en el cuello, antes del acomodo sobre el hombro, el siempre socorrido masajito de pies, el roce suave de mejilla con mejilla, el cálculo de ese lóbulo melocotón, son mejores remedios para las tensiones que la más aromática y cara infusión procedente de cualquier Shangri-La ideal. Y en la cama, la mejor mesa de masaje imaginable, incluso la penetración, cuando apetece que se dé, debe ser parte de ese mimo, porque también es masaje si es penetración sentida y no a saco, ese modo bastardo de violar la intimidad del otro basándose en no sé qué torcidos supuestos. Y es ese tipo de penetración, si cabe y sale naturalmente, sin apenas darnos cuenta, la que irá acompañada, porque sale así, natural, por el beso, dulce, jugoso, de profundamente excitante melodía de ruidos, de caricias desesperadas por agarrar más y expresar más aún lo que se siente por esa inexplicable catarata de emociones físicas y no verbales. Y es que esa es otra. Creemos estar tan dotados de palabrerío, que llegada la hora, nos quedamos mudos al no saber expresar con palabras todo lo que sí somos capaces con masajes, mimitos y caricias. Y es entonces cuando más nos acercamos a aquel tiempo en que fuimos bebés, y recobramos aquella forma de comunicación pura y eternamente añorada, la que habla con más honestidad sobre lo que realmente importa, que es amar, una vez más… por si quedaba alguna duda.
Joder, me estoy haciendo adicto a tus posts, ¡quiero más! jajaja
ahhhhh, ¡¡¡¡Mimoooooooosss!!!!, ha sido un post de lo mas tierno y cariñoso.
Te mando un abrazo y un dulce beso en la mejilla.
Jeje, gracias Bm. A ver si aprovecho la racha de relativo tiempo de más 😉
Sonia, sé que te iba a encantar este!!. Ya voy preparando otro post sobre algo que me sugeriste hace tiempo, por cierto. Un beso enoooooooooorme para tí, que hace mucho que no coincidimos, preciosa.
Que delicia de post. 🙂